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martes, 19 de abril de 2011

La Cenicienta

En un país remoto y fabuloso vivió una vez una linda muchachita llamada Violeta. Su casa era un palacio grande y hermoso con flores y pájaros; sus padres, unos padres maravillosos. Todo el mundo quería a los señores del castillo y a todos querían ellos.

Cada mañana, Violeta y sus padres sentían una dicha grande y desconocida, una felicidad que sobrepasaba la del día anterior.

Hasta que un nefasto día se acabaron las risas y las canciones: la mamá de Violeta murió y su padre, al poco, se desposaba con una mujer de falsa sonrisa, orgullosa y soberbia, que nunca sería una madre para la huérfana, sino la más cruel de las madrastras.

Además tenía dos hijas, Bertina y Bertolda, que habían heredado su carácter y que se le parecían en todas las cosas. Sobre no ser mucho mejor que su madre, eran completamente necias.

Violeta era de una dulzura y de una bondad ejemplares, pues ella se parecía en todo a su madre, que había sido la mejor mujer del mundo.

Apenas se hubo casado, la madrastra reveló su brusco temperamente. Nunca perdía ocasión de zaherir a su joven hijastra, mucho más hermosa que sus propias hijas, y no podía soportar las buenas cualidades de Violeta, que convertían a sus propias hijas en más odiosas todavía.

Bertina y Bertolda adquirían un tono verdoso, cuyo origen estaba basado en la envidia, cada vez que alguien alababa las cualidades de la desdeñada Violeta. Y para rebajarla y ajar su belleza, la madrastra le encargaba los más duros trabajos.

- Eh, tú, muchacha! Haz leña! Friega los suelos! Da de comer a los cerdos! Y olvídate de tu nombre, en adelante te llamarás Cenicienta.

- Cenicienta! -exclamaron sus necias hijas, riendo y palmoteando de placer.

Y así pasaban el día, burlándose de la muchacha, cuando no se hallaban frente al espejo, tratando de embellecerse, cosa bien difícil porque las pobrecillas ya no podían ser menos agraciadas.

Para colmo de males, el padre de Violeta tuvo que emprender un largo viaje y entonces la cruel mujer envió a su hijastra a dormir en la torre del granero, sobre la paja, mientras que sus hermanastras lo hacían en unas alcobas con ricas alfombras, donde sus camas tenían dosel y había grandes espejos de cuerpo entero en donde verse reflejadas.

Cencicienta sufría en silencio y en cuanto acababa sus obligaciones, por muy fatigada que estuviera, salía al camino y miraba lejos, muy lejos y con mucha ansia, esperando el regreso de su padre.

Una tarde, sentada tristemente en un ribazo, vio llegar al heraldo real, montado a caballo, con su trompeta y sus soldados de guardia y acudió ilusionada y presurosa.

Con cuánto deslumbramiento abrió los ojos al saber la novedad! Los reyes iban a dar un baile en honor del apuesto príncipe heredero! Un baile al que estaban invitadas todas las muchachas casaderas del reino!

- ¿Cómo será el príncipe? -murmuró Cenicienta para sí, imaginándolo hermoso, valiente y noble. Si ella pudiera bailar con él...

Al entrar en la casa encontró a sus hermanastras ante el espejo, junto a encajes, cintas y plumas, muy ocupadas en escoger los vestidos y los peinados que pudieran irles mejor.

-Yo –decía Bertina-, me pondré mi traje de terciopelo rojo y mi aderezo de Inglaterra.

-Yo –decía Bertolda-, me pondré mi falda de Francia, acompañada por mi mantón de flores de oro y mi diadema de diamantes, que no deja a nadie indiferente.

Cenicienta, que estaba pensando en el príncipe, olvidó la malevolencia de ellas y dijo alborozada, con su voz musical:

- ¿No sabéis? Todas las muchachas estamos invitadas al baile real...
- ¿Todas? -rió Bertina.
- ¿También tú? -se burló Bertolda.
- Sí, también yo -dijo tímidamente Cenicienta. Pero entonces vio centellear airados aquellos ojos negros de la orgullosa mujer y se estremeció.

- Vanidosa, desharrapada! ¿Tú, acudiendo al baile real? Jamás! Irán Bertina y Bertolda, que son importantes y tienen hermosos trajes. Y una de las dos se casará con el hijo del rey.
- Ooohhh...! -exclamaron a una sus tontas hijas, del todo extasiadas.

Como siempre, por orden de su madrastra, la pobre Cenicienta acabó junto al fogón, derramando lágrimas que ocultaba ante los demás.

Las hermanastras estuvieron cerca de dos días sin comer ya que deseaban lucir una buena figura. Mas a pesar de eso, se rompieron más de doce lazadas a fuerza de tirar para convertirles el talle en más breve, y ellas estaban siempre delante del espejo contemplándose.

Y llegó la gran noche del baile y aquellas tres crueles mujeres, con su cargamento de sedas, cintas, afeites y encajes, marcharon al palacio real. Cenicienta las siguió con los ojos durante mucho tiempo, hasta que ya dejó de verlas y entonces, se puso a sollozar.

No oyó piar a los pájaros, más ruidosamente que de costumbre, ni sintió un suave roce en el aire y tampoco se oyó llamar. Pero una luz vivísima hirió sus ojos llenos de lágrimas y pensó que estaba soñanado y que la misteriosa aparición se esfumaría al despertar.

Sí, sí! Sus ojos estaban viendo una figura como hecha de luz; flotaba en el aire y las hermosas avercillas del cielo no parecían experimentar temor para posarse sobre la figura hecha luz.

Una voz suave y dulce murmuró:
- Violeta, Violeta, deja ya de llorar. Tus penas pasarán y todos tus sueños se harán realidad.
- ¿Quién eres y cómo sabes mi verdadero nombre? -exclamó la muchacha, tendiéndole los brazos, como temerosa de que se le pudiera escapar.

Nunca los pájaros habían piado más alegremente ni evolucionado con tanto primor. ¿Sabían acaso que asistían a un hecho extraordinario? Sin duda sí.

- ¿No te has dado cuenta, Violeta? Soy tu hada madrina, la que llegó hasta tu cuna para derramar sobre tí sus dones.
- ¿Dones? -se asombró la muchacha. Tengo tantas penas que casi no puedo con ellas.
- ¿Y para qué estoy yo aquí? -preguntó el hada, porque era un hada graciosa y pícara.

Cómo brincó el corazón de Cenicienta a causa de la esperanza! Pero luego suspiró con desaliento y movió la cabeza.

- No puedes hacer nada por mí. Anhelo ir al baile real y conocer al príncipe heredero, pero ya ves que no puede ser.
- ¿Por qué no pueder ser? -dijo misteriosamente el hada.
- No tengo vestido y ...

Entonces el hada movió graciosamente la varita, tocó una flor y al momento surgió un brillante y maravilloso vestido de tejido de oro y de plata todo recamado de pedrería, que no parecía real. Luego la varita se alzó y volvió a caer y otra flor se transformó en unos zapatitos deliciosos con ribetes de cristal.

La maravillada muchacha llevaba sus ojos de uno a otros y no lo podía ni creer.

- Qué vestido más bello y qué zapatitos tan deliciosos! -exclamó la arrobada muchacha. ¿Son, hada madrina, para mí?

- Son para tí. Irás al baile y quizás el príncipe te vea y te invite a bailar. Diviértete y sé feliz. Pero no olvides que cuando los relojes de la ciudad den la medianoche, deberás regresar.

Las avecillas piaron alegremente, a compás.

- Oh, hada madrina! No sé cómo te lo voy a pagar. Sin embargo, tan lejos se halla el palacio real que quizás cuando yo llegue el baile haya terminado ya.

Volvió a sonreír el hada, miró en torno y descubrió una inofensiva calabaza, amarillenta y grande.

- Carroza serás -dijo el hada, al tiempo de tocar con su varita aquel modesto fruto del campo. Y un magnífico carruaje, como seguramente no había en el palacio real, apareció al momento.

Tocó suavemente con su varita a unos ratoncitos que por allí pasaban, y un hermoso tronco de cuatro magníficos corceles quedó enganchado a la carroza. Un topo curioso, que asomó su cabecita por la chimenea de su casa, quedó convertido en lacayo. Y como uno solo no quedaba bien, el hada le buscó compañía transformando en servidor a un pájaro carpintero que en aquel momento salía a lanzar su grito.

Y Cenicienta se puso el vestido y los zapatitos con ribetes de cristal. Varias avecillas batieron sus alas y peinaron los cabellos de la muchacha que brillaron como el sol. Luego ella subió a la carroza y el hada le recordó que de permanecer en el baile un momento más luego de la medianoche, su carroza se convertiría en calabaza, sus caballos en ratones, su lacayo en topo y sus ropas andrajosas recobrarían el aspecto habitual. Y a una señal del hada los corceles salieron lanzados a toda velocidad.

Como una flecha atravesaron los caminos, los puentes y el parque de la ciudad y por último se detuvieron ante el palacio real. Los lacayos que aguardaban a la puerta no ocultaron su admiración. Aquella bellísima muchacha por fuerza tenía que ser de sangre real!

El palacio, con sus mil torres y ventanas de ojiva, era un centelleo de luz. Arrullada por la hermosa y dulce música, Cenicienta, aunque feliz, entró mesurada y tranquila al gran salón del trono donde el fastuoso baile tenía lugar.

Todos los ojos se volvieron hacia la bellísima recién llegada y las personas, bajito, no cesaba de preguntar:

- ¿Quién será? ¿Quién no será?

Mas nadie tan deslumbrado como el propio hijo del rey, instantáneamente ganado por la deliciosa criatura que creyó desconocida princesa.

Sin poder apartar los ojos de ella, el heredero del trono cruzó el salón, se inclinó galante y la invitó a bailar.

Aunque no sabía quién era él, cenicienta aceptó. Porque su corazón le decía que sólo el príncipe podía ser.

Viendo aquello, los asistentes enmudecieron y pensaron que la bella desconocida debía haber hecho mucha impresión en él para que dejando su aire glacial la hubiera invitado a bailar.

El rey y la reina, ilusionados, cambiaron un disimulado codazo de complicidad. ¿Elegiría el muchacho, por fin, a la que un día compartiría el trono con él?

La música había empezado a tocar el vals real y el príncipe y su pareja bailaban y bailaban, graciosos y ágiles, mirándose sin cesar.

Y acabó aquel baile y siguió otro y otro y otro más. Y en todo aquel tiempo el hijo del rey olvidó quién era porque sentíase radiante y feliz. Hasta que en un giro del baile Cenicienta vio el gran reloj y su sonrisa se le borró. Murmuró una excusa, se apartó del príncipe y echó a correr.

Corriendo sin cesar atravesó salones, descendió la escalinata y en el último escalón perdió uno de sus zapatitos con ribetes de cristal. Era que una campanita, la primera de la medianoche, le advertía de la necesidad de huir. Sin detenerse para nada, corriendo siguió.

Llegó a la carroza, subió a ella, lanzaron los lacayos sus látigos al aire y los nerviosos caballos partieron como una exhalación. El príncipe, que se había detenido a recoger el zapatito, llegó a tiempo de berla marchar. ¿Por qué aquella que creía princesa así escapaba de su lado?

Sólo al llegar a casa de su padre Cenicienta volvió a la realidad. La magia cesó y de tanta maravilla ya no quedaba sino... un zapatito con ribetes de cristal. Pero de ahora en adelante siempre sería feliz, porque le había conocido a EL. Tanto y tanto pensó en el príncipe que la mañana la sorprendió dormida y los pajaritos, que sabían mucho de lo que ocurría allí, decidieron entrar por la ventana y para despertarla empezaron a cantar.

Cenicienta tomó asiento en el lecho y miró a todos con amor. ¿Serían ellos quienes la llevaron al baile real? Y les habló del príncipe y de lo muy feliz que era por haberle conocido y porque la hubiera elegido entre todas, sacándola a bailar.

La madrastra, por el contrario, amaneció de un humor espantoso. ¡Bertina y Bertolda se vieron tan desdeñadas en palacio! Y luego, aquella bellísima desconocida tan parecida a ... No, la cruel señora no lo quería ni pensar.

A vueltas con sus secretos pensamientos, extremó su malevolencia con Cenicienta y la mandó aquí y allá y en todo el día no le dio punto de reposo. Por otro lado, la muchacha tuvo que soportar las rabietas de Bertina y Bertolda, a las que su fracaso en el baile les había producido una especie de indigestión.

¿Qué había sido en tanto del príncipe? Ahora se verá:
- Padre y señor, madre y señora... -empezó, inclinándose ante los reyes, luciendo en sus manos el zapatito con ribetes de cristal. Vengo a comunicaros que me voy a casar.
- ¡Oh, sí, sí! -aceptó el rey, que llevaba años intentando aquello mismo, sin resultado.
- ¡Oh, sí, sí! -exclamó también la reina, que se veía en igual situación.
- ¿Quién es vuestra prometida? -preguntó el rey.
- Eso no lo sé, señor, pero es bella, dulce y buena y ha despertado mi amor -replicó el muchacho, que la estaba viendo con la imaginación.

Esperanzado a más no poder, el anciano monarca llamó a su primer ministro, a quien ordenó:
- Ve y trae a la amada del príncipe; es bella, dulce y buena. Sabiendo ésto la encontrarás.
- ¡Oh, sí, majestad! -dijo el primer ministro, con los bigotes torcidos por el terror. -Pero si pudierais darme alguna pista más...

Y recibió el delicioso zapatito con ribetes de cristal y el reino entero recorrió, pero no hubo muchacha casadera a quien le viniera bien. casi desconfiaba ya de triunfar cuando llegó a casa de la madrastra y también Bertina y Bertolda tuvieron el zapatito en su pie. Mas sólo en la punta, ¡ay!, porque el talón no les entró a ninguna de las dos.

- ¿Hay en la casa alguna muchacha más? -preguntó el palaciego.
Iba a negar la despiadada señora cuando Cenicienta, avisada por las avecillas y su amigo, el ratoncillo del fogón, graciosa y sonriente, se presentó.

- ¡No es de ella! ¡No y no! -gritaron a una Bertina y Bertolda.
- ¿Cómo le va a pertenecer, si únicamente es una moza de fogón que nunca ha estado en palacio? -protestó la madrastra.

Sus hermanastras se pusieron a reír y se burlaron de ella. El gentilhombre que efectuaba la prueba, habiendo contemplado atentamente a Cenicienta y encontrándola muy hermosa, dijo que era lo justo, y que él tenía la orden de probársela a todas las muchachas del reino, e hizo sentar a Cenicienta y acercando el zapato a su pie se vio que entraba perfectamente y que le iba como un guante.

La sorpresa de las hermanastras fue grande, pero más grande fue todavía cuando Cenicienta sacó de su bolsillo el otro zapatito, compañero de aquel que tanto había viajado sobre un almohadón.

- Dignaos seguirme, mi señora, tengo orden de conduciros junto a nuestro príncipe, que os ama de verdad -anunció el ministro.

Y, por segunda vez, Violeta, nunca más Cenicienta, hizo el trayecto en carroza hasta el palacio real. Trompeteros a caballo le precedían y así, el apuesto príncipe tendió su mano a la muchacha cuando la carroza se detuvo y ella puso pie en la escalinata real.

El príncipe susurró que la amaba y Violeta intentó decir algo igual. Pero no necesitaban hablar porque la felicidad estaba en el rostro de los dos. Y el rey, que veía aquello, estaba más orondo que de ordinario y la reina no cabía en sí de dicha y emoción.

Tan feliz era Violeta, tanto, que en su corazón no había lugar para el rencor. Y pidió a su príncipe que invitara a las fastuosas bodas a sus hermanastras, incluso a su madrastra, porque quería repartir el bien.

Por la nobleza de tu corazón -dijo él- te amo todavía más. Voy a dar al reino la mejor de las reinas, la que siempre pensará en los demás.

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