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martes, 1 de junio de 2010

El Zapatero y los Duendecillos

Hace mucho, mucho tiempo, vivía en un país mágico un humilde zapatero con tan escasos clientes que casi no ganaba para comer.

- ¡Qué mal oficio este mío! -se quejaba el zapatero, viéndose con los bolsillos vacíos de monedas.

Era tan pobre que llegó un día en que sólo pudo reunir el dinero suficiente para comprar el cuero necesaria para hacer un par de zapatos.

- No sé qué va a ser de nosotros -decía a su mujer-, si no encuentro un buen comprador o cambia nuestra suerte. Ni siquiera podremos conseguir comida un día más.

Esa noche cortó y preparó el cuero que había comprado con la intención de terminar su trabajo al otro día, pues estaba ya muy cansado y tuvo que irse a dormir. Sucedió que al día siguiente, al disponerse a trabajar en las suelas, descubrió sobre la mesa de trabajo un par de maravillosos zapatos del mejor tafilete, hechos con tal lujo de detalles, cosidos con tanto esmero, que el pobre hombre no podía dar crédito a sus ojos.

- ¡Ésto sí que es sorprendente! No me lo explico -dijo el buen artesano.

Su mujer tampoco podía creer aquel suceso.

- ¿No será que has estado trabajando en la noche sin darte cuenta?
- ¡Quita, mujer, quita! Te digo que no.
- Sea que sí, sea que no, los zapatos los pondremos en el escaparate -dijo la mujer, haciéndolo así.

Al poco oyeron el trote de un caballo, e inmediatamente un caballero entró en la tienda.

- Zapatero, quiero esos zapatos que veo ahí. ¿Qué pedís por ellos?
- La voluntad.

Satisfecho con su adquisición, el cliente pagó en monedas de oro.

- ¡Qué barbaridad! Nunca ha habido zapatos tan caros -se admiró la mujer.
- Ni tampoco mejores -añadió muy satisfecho el marido.

Lo cierto fue que, gracias al providencial dinero, podía comprar más material para seguir trabajando.

- Con este dinero, podré comprar cuero suficiente para hacer dos pares.

A la siguiente noche estuvo cortando con mucho afán la suela precisa para fabricar dos pares más. Como el día anterior, sucedió que estaba muy cansado y se fue a la cama, pensado continuar el trabajo al otro día.

- Desengáñate, remendón -le decía su mujer. Estos pares no podrás venderlos tan bien como el anterior. Lo que tú haces, y no es por criticar, no se puede comparar.

- Lo intentaré, mujer, lo intentaré -prometió él.

- Será igual por mucho que lo intentes. Reconoce que los zapatos de ayer eran únicos.

¡Cuál no sería la sorpresa del matrimonio cuando a la mañana siguiente vieron sobre la mesa, bien alineados, dos pares de zapatos de la mejor calidad!

- ¡Qué maravilla!
- ¡Qué preciosidad!
- ¡Ay, marido, que ricos nos vamos a hacer si ésto sigue así!
- Mira: yo creo que lo mejor será que hoy pongas una buena olla para celebrarlo -dijo el zapatero.

Inmediatamente entraron en la tienda dos caballeros que, entusiasmados con los zapatos, los compraron sin regatear.
El buen zapatero compró abundante material, que para eso tenía la bolsa bien provista.

Cada noche dejaba varios pares de suelas cortadas y al día siguiente siempre ocurría lo mismo: los zapatos, listos y acabados, aparecían sobre la mesa.

Pasó el tiempo, la calidad de los zapatos del zapatero se hizo famosa y nunca le faltaban clientes en su tienda, ni monedas en su caja, ni comida en su mesa. Ya se acercaba la Navidad cuando, muerta de curiosidad, la mujer propuso:

- ¿Qué te parece si bajamos despacito a medianoche para averiguar quién nos está ayudando de esta manera?
- Sí que me gustaría conocer a mi desinteresado amigo -respondió el zapatero.

Y, dicho y hecho, cuando todo estaba silencioso y temblando de emoción, bajaron muy suavemente las escaleras.
¿Qué fue lo que vieron? Ni más ni menos que un par de graciosos duendecillos descolgándose por la chimenea. El marido se llevó el dedo a los labios para indicarle silencio a su mujer. Escondidos tras un arca, se sorprendieron con la habilidad que desplegaban los duendecillos haciendo zapatos.

La aguja corría y el hilo volaba y en un santiamén terminaron todo el trabajo que el hombre había dejado preparado. Una vez el taller en orden, con aire feliz volvieron a desaparecer por la chimenea, dejando al zapatero y a su mujer estupefactos.

- ¿Has visto? Deben tener el corazón de oro para hacer el bien sin exigir nada a cambio -dijo la mujer.

El marido pensó que habría que pagar de algún modo tanta abnegación.

- He observado que los duendecillos no han comido en toda la noche. Y también que tenían frío.
- Dejaremos encendida la estufa, no la chimenea -aceptó ella con alegría.
- Prepárales unas cuantas golosinas. Lo mejor de lo mejor.

A la siguiente noche fueron los duendecillos los asombrados.

- ¡Mira, mira! ¡Qué comida más rica! -dijo uno.
- ¿Podremos probarla?
- Sí, pero cuando hayamos terminado.
- Se ven que son agradecidos...

Empezaron a trabajar a velocidad vertiginosa y al terminar dijeron:

- ¡Ahora, a cenar como reyes!

Así pasaron muchos años. Los duendecillos trabajando para los zapateros y éstos agradeciéndolo. Una noche dejaron para ellos una lezna de oro con la inscripción: "Con todo nuestro afecto".

¡Qué felices se sintieron los duendecillos!

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