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lunes, 26 de abril de 2010

Los Dueños del Mar

En tiempos remotos existió una gran ciudad a orillas del mar, un activo puerto llamado Cleonwich, en el que se asentaban importantísimas compañías de navegación, cuyos barcos surcaban las más extremas latitudes de todos los océanos, regresando con los más ricos cargamentos.

Todo el mundo en Cleonwich estaba orgulloso de su poder y de su riqueza, y frecuentemente exclamaban con aires superiores:
- Somos los dueños del mar. En ningún otro puerto del mundo se concentran tantos barcos y tanto oro.

En cierta ocasión, navegando uno de sus barcos por una zona de buena pesca, echó sus redes para llenar de peces su despensa y cuando las alzaron vieron que venía en ellas una hermosa sirena.

- ¡Sed comprensivos, buena gente, y dejadme regresar al mar! - les rogó la sirena. ¡No os he hecho ningún mal!
- ¡Es una auténtica sirena! - exclamaron los del barco. - ¡Qué importancia nos vamos a dar cuando se la mostremos a nuestros compañeros en Cleonwich!

Y, sin hacer caso de los lamentos de la pobre sirenita, la envolvieron en la propia red y se la llevaron.

- ¡Por favor, no me raptéis! - gemía la sirena, llorando sin cesar. - ¡Si me dejáis regresar a mis dominios del mar os prometo una recompensa como no habéis soñado!

Pero los marinos de Cleonwich se reían delante de ella sin ninguna compasión. Y en ese momento brotó de lo más profundo de los mares una voz desgarradora, y enseguida surgió a la superficie un extraño ser sosteniendo algo en sus brazos.

- ¡Es el Tritón! - exclamaron los marineros, sin dejar de mofarse. - ¡No lo véis allí, flotando sobre las aguas con su hijito en brazos?

Sí, era el propio Tritón, con sus cabellos tan verdes como las olas y su rostro oscuro.

- ¡Ah! - gritó la sirena al descubrirlo, tendiendo hacia él sus temblorosos brazos.
- ¡Dejadla en libertad! - gritó el Tritón, vertiendo abundantes lágrimas. - ¡Permitidle que regrese con sus seres queridos! ¿Queréis matar a la infeliz? ¡Morirá en cuanto sus pies toquen tierra!

Pero los hombres del barco se burlaron de sus palabras y siguieron navegando hacia Cleonwich.
El Tritón fue tras ellos, clavando su dolorosa mirada en la sirenita, su esposa, mientras ésta trataba de mirarles a través de la red que la envolvía.
Llegado el barco al puerto, los tripulantes levantaron la red y mostraron a todo el gentío allí agolpado lo que contenía.

- ¡Una sirena! - gritaron cientos de voces.
A las entrada del puerto, el Tritón seguía suplicando:
- ¡No seáis tan perversos, hombres del puerto de Cleonwich! La sirenita es mi esposa y los dos vivimos con nuestro hijito en el fondo del mar en una casita hecha de conchas blancas y azules que hemos recogido con todo nuestro amor. ¿Váis a separar a una madre de su esposo y de su hijo? Si continúa entre vosotros, ella morirá! ¡Salvadla! ¡Devolvédmela!

Pero toda la gente que se hallaba en los muelles, los marineros y sus familiares, se rieron de aquellas palabras y, después de cansarse de ver llorar a la sirenita, la arrastraron con la red al faro próximo y en él la abandonaron, muriendo la desgraciada poco después.

El Tritón lanzó un grito desgarrador y se aproximó al faro, para contemplar por última vez a su querida esposa.
- No te tememos - le dijeron los habitantes de Cleonwich. Careces de armas con las que herirnos.

Aquellas crueles palabras despertaron en el buen corazón del Tritón unos deseos de venganza, nuevos en él. Pero estaba tan desesperado que quiso castigar de algún modo a los hombres que tanto mal le habían causado.

Se sumergió y luego regresó transportando gran cantidad de algas y arena, que depositó en el fondo de la entrada del puerto. Repitió numerosas veces esta operación, hasta obstruir por completo la única comunicación del puerto con el mar. Después, el Tritón desapareció en las profundidades con su hijito en brazos, y jamás se le volvió a ver.

El puerto de Cleonwich quedó inservible para la navegación, y como además el viento lanzaba las arenas sobre las calles de la ciudad, sus habitantes huyeron de allí, llevándose su orgullo y perdiendo toda su riqueza.

Sin embargo, la arena no cubrió el faro donde reposaba la sirenita, y suaves olas lo acariciaron eternamente.

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